jueves, 1 de mayo de 2014

Hombres marcados



La marca del pasado

Tras varias horas cabalgando los tres jinetes detienen sus monturas. Han dejado los caballos atados a unos árboles, unos sicomoros que dan una agradable sombra, además el murmullo de un arroyo cercano también invita a descansar. Jonhyboy, el más joven de los tres, lanza su mirada hacia el horizonte.

–Tres días y sin noticias de ellos– dice mientras se tiende en la suave y fresca hierba –. Ese puto sheriff...

Johnyboy ha cumplido ya los veinticinco años pero en su rostro aniñado, en el que un ligero bigote rubio se dibuja, aún palpita cierta inocencia propia de la juventud, una inocencia que ya no es tal pues sobre sus espaldas carga más de un delito.

– No te fíes, Johnyboy, ese cabrón no descansará hasta dar con nosotros.

– Ese es de los que muerden y no sueltan, Johnyboy.

El primero que ha hablado es Red Cutface, una cicatriz le cruza media cara, si no fuera por esa marca se podría decir que es un tipo atractivo, hay algunos que piensan que es justamente esa señal lo que lo hace tentador. Tiene un cuerpo fornido, trabajado en granjas y ranchos del medio oeste, una vida que dejó hace tiempo atrás y en la que tiene mucho que ver esa cicatriz que le cruza media cara.

– ¿Cuántas veces os he dicho que debéis llamarme Jerry?

El rostro de Johnyboy mostraba ira y frustración, la mirada fija en los dos tipos que lo acompañaban.

–Si alguien se entera de que Johnyboy se dispone a llegar a Dodge City la habremos jodido. Todo el plan se vendrá abajo.

– Lo siento– murmuró Paul bajando la vista.

Red seguía descargando los caballos, de espaldas al joven, como si lo que hubiera dicho Johnyboy no tuviera que ver con él.

– Pero no creo que sea una buena idea lo de Dodge City, tal y como me han contado debe estar lleno de pistoleros...– prosiguió Paul

– Mejor, tres más no se notarán– dijo sonriendo el joven mientras se echaba hacia atrás, la mirada perdida en el infinito cielo.

– Tenías que haber matado a ese puto sheriff– añadió Paul mientras cepillaba su caballo.

– Bueno, tal vez...

En la mirada del joven un atisbo de melancolía. De un sheriff se puede huir, de tu pasado no. Johnyboy sabía que no había nada personal en aquella persecución, el sheriff cumplía con su trabajo, ¿qué se le puede pedir a un sheriff? No todos iban a dejarse corromper; aún había tipos íntegros, tipos que creían en la ley y en la justicia, tipos que se consideraban ellos mismos la ley y la justicia. Aquel tipo había hecho lo que tenía que hacer, había visto su rostro dibujado en los carteles, su nombre y una cifra que haría levantarse de su tumba a un muerto, así que por eso no había que preocuparse. Otra imagen era la que rondaba por la cabeza del joven jefe. La misma que también ocupaba la mente de Red.

– A quien había que haber liquidado es a ese amigo tuyo.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Johnyboy.

– De haberlo hecho, Red, ten por seguro que ahora no estarías aquí, yo mismo me hubiera encargado de dispararte.

Johnyboy lanzó una mirada a Red, la mandíbula tensa, los puños apretados, la cicatriz aún más marcada.

– Por su culpa nos tuvimos que marchar de Goodland. Fue él quien te reconoció.

Johnyboy se incorporó de un salto; su rostro estaba muy pegado al rostro de Red, podía oler su aliento, sentir su respiración agitada.

– Te lo voy a decir solo una vez: gracias a él sigo con vida ¿lo entiendes?

Johnyboy había alzado la voz, su rostro a escasos milímetros del rostro de Red.

– ¿Lo entiendes?– volvió a preguntar.

Pero el tipo de la cara cruzada no podía entenderlo, no conocía la historia que había detrás de las palabras de Johnyboy.

– Creo que todos estamos un poco tensos, hemos cabalgado tres días sin parar bajo este sol infernal– intervino Paul, intentando apaciguar los ánimos–, quizás un baño nos viniera bien.

Johnyboy se alejó de Red.

– Sí, Paul, llevas razón; estamos un poco tensos... ¿Alguien se anima a un baño?

La sonrisa volvió a dibujarse en el rostro de Johnyboy, una sonrisa que disipaba cualquier tensión, cualquier disputa anterior; esa era una de las características de aquel joven, aquella sonrisa formaba parte de su encanto, pero también, como todo encanto, encerraba un peligro. De eso sabía mucho Red, quien ahora observaba cómo el joven, con movimientos rápidos y decididos se había desnudado por completo y se dirigía hacia el arroyo. Algo dentro de sus pantalones se estremeció. No podía evitarlo. La visión de aquel cuerpo ligeramente tostado y lampiño, tan distinto al suyo, le provocaba una sensación de vértigo a la que no estaba dispuesto a renunciar. La voz de Paul le sacó de su ensimismamiento.

– Vamos, Red, te vendrá bien un baño.

– Ahora voy.


Paul también se había desnudado, aunque no del todo, pues mantenía sus largos calzoncillos. Era un buen tipo este Paul, el mayor de los tres, un tipo tranquilo, un tipo que no pegaba mucho en una cuadrilla de forajidos; al pasar junto a Red le dio un suave golpe en el hombro. Red vio cómo se alejaba hacia el arroyo, donde el joven Johnyboy chapoteaba como si nunca hubiera visto el agua.



El vaquero de la cicatriz en la cara se agachó para quitarse las botas, al tocar el suelo vio junto a él la ropa que Johnyboy había dejado esparcida por la suave hierba. A lo lejos se oía la voz de los otros dos, bromeando en el agua. Aún sentía aquella hinchazón entre las piernas. No, no podía presentarse así delante de sus compañeros, con aquella erección que, no sabía por qué, lo hacía sentir vulnerable. Así que decidió poner fin a lo que desde hacía unos instantes le mantenía nervioso. Removió las ropas de Johnyboy y encontró la que estaba buscando, aquella prenda de algodón blanco, sombreada por algunas zonas oscuras; se la llevó a la nariz y aspiró profundamente. El corazón lo tenía a mil. Del arroyo le llegaban las voces de Johnyboy y de Paul. Con su mano zurda abrió la bragueta de su pantalón y como una culebra sedienta emergió una polla oscura, larga y gorda. Seguía con la prenda pegada a la nariz, respirando el poco aire cálido que le llegaba a través de ella, mientras que su mano, mano recia y callosa, se afanaba en sacarle todo el jugo a aquella serpiente que cada vez se mostraba más roja y carnosa. Le faltaba el aire, pero no podía dejar de aspirar aquel olor que tanto le atraía, como tampoco podía dejar de menear aquella polla en la que empezaba a sentir un fuego tan intenso como delicioso. La voz de Johnyboy llamándole desde el arroyo coincidió con el primer espasmo que sacudió su cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás mientras sentía cómo se vaciaba entero, la prenda pálida le tapaba la cara como un sudario, en la hierba verde unas flores blancas se deslizaban hacia la tierra.

Cuando sintió que el corazón recobraba su ritmo normal se incorporó y terminó de desnudarse. La brisa fresca del atardecer sobre su torso velludo le despejó un poco, echó un vistazo abajo, su polla aún mostraba los efectos de aquel deseo descontrolado de hacía un instante, tomó la prenda blanca que tanto le había excitado y recogió en ella una última gota que aún pendía de su capullo oscuro, luego la dejó sobre el resto de la ropa del joven, es lo más cerca que podía estar del muchacho, pensó, y dando una carrera se dirigió hacia el arroyo, zambulléndose en el agua como quien se tira por un barranco. Apenas los otros dos se estaban recobrando de la sorpresa cuando el rostro marcado de Red emergió del agua.

– ¿Está buena, verdad?– le preguntó Paul.

Red se limitó a lanzar un grito, una especie de aullido que le salía de lo más profundo.

Johnyboy estaba a unos dos metros de él, el cabello castaño y el rostro con la luz del atardecer parecían bañados en miel. Una sonrisa, aquella sonrisa, se le dibujaba en la cara.

– Siento lo de antes, Red.

Red fijaba sus ojos en los ojos verdes del joven, sin saber muy bien qué decir; al fin y al cabo Johnyboy era el jefe, y sus razones tendría, como les había dicho, para actuar como había actuado. ¿Quién era él para dudar de sus palabras? Estaba a punto de decir que no tenía de qué disculparse cuando vio cómo su compañero se acercaba hacia donde él estaba. Ahora volvían a estar muy cerca el uno del otro, tan cerca casi como habían estado hacía unos minutos, cuando la tensión se mascaba entre los dos, cuando Johnyboy lo había puesto en su sitio, pero a diferencia de entonces, ahora era otro tipo de tensión la que Red sentía, la tensión de tener el cuerpo desnudo de Johnyboy a escasos centímetros del suyo. Otra vez aquella intranquilidad en su entrepierna, otra vez aquel vértigo contra el que nada podía hacer él. Vértigo que se acrecentó cuando sintió cómo el cuerpo del joven se abrazaba al suyo.

–¿Amigos?– oyó que preguntaba la voz firme del joven, sus ojos verdosos clavados en los suyos, gotas de agua recorriendo el rostro, colgando de aquel fino bigote rubio.



El vértigo y el deseo, las ganas de abrazarlo, las ganas de hundir su boca en aquellos labios que seguían expectantes. Y el miedo al vértigo. Un movimiento rápido de sus manos contra los hombros del joven, la mirada sorprendida de este, y su cuerpo que se sumerge en el agua, el cuerpo de Red que cae hacia delante, sentir la piel de Johnyboy sobre la suya, el rostro del joven que quizás choca contra su vientre, que quizás roza su polla que mantiene aún cierta hinchazón, su cuerpo que también se sumerge, el joven que intenta desasirse, y lo logra, los dos que vuelven a la superficie, la risa del joven, casi una tos, esa risa que a él le contagia, como dos cachorros jugando a ver quién es el más fuerte, sin rencores, sin remordimientos. Y Paul que se une al juego, al final es quien más ahogadillas se lleva, hasta que implorando grita basta, basta. Ya los cuerpos relajados, flojos por el ejercicio, y el mismo Paul que dice no puedo más, vamos a descansar un poco.


Ahora están tendidos los tres a la orilla del arroyo, sintiendo cómo los últimos rayos del sol del día les lamen las ligeras gotas que motean sus cuerpos. Paul y Johnyboy están tumbados boca arriba, mientras que Red, que es el último que salió, se ha tumbado boca abajo, se ha apartado un poco de sus dos compañeros, apenas si se atreve a mirar hacia su derecha, hacia donde Johnyboy, la mirada perdida en el cielo, se deja acariciar por el sol. Quizás fuera el baño, las risas últimas, la tarde apacible o quizás no hubo otra razón que la del deseo de la confidencia, cuando Paul hizo aquella pregunta.

– Jefe ¿cómo es que aquel tipo te salvó la vida?

La pregunta de Paul, sorprendió a Red, quien, en contra de lo que se había propuesto, lanzó una mirada a su derecha; el cuerpo mojado de Johnyboy y lo que descansaba entre sus piernas, hizo que de nuevo algo se estremeciera dentro de él, algo que hizo que cambiara un poco la postura, pues sentía que la hierba no era lo suficientemente blanda. Se hizo un breve silencio. Algunos pájaros empezaban a regresar a los árboles y su piar frenético anunciaba el fin del día. El cielo estaba limpio, sin una nube que recogiera los tonos rojizos que iba adquiriendo. Fue el propio Johnyboy quien rompió el silencio.

– Lo que os voy a contar lo sabe nadie – comenzó intentando romper un nudo que se le había formado en la garganta–. ¿Os acordáis de la batalla de Chanceslorsville?

No había que explicar mucho; tanto Red como Paul conocían de oídas lo que supuso aquella batalla, en la que el ejército yanqui había perdido quince mil hombres, frente a los siete mil de los confederados, una auténtica sangría.

– Casi un año antes de aquella batalla,yo cumplía condena en un reformatorio de Georgia, llevaba dentro de aquel maldito lugar algo más de un año, el peor año de mi corta vida. Desde que mi madre se volvió a casar con el que se convirtió en mi padrastro y en la mayor inmundicia que yo hasta entonces había conocido, mi vida se había convertido en una sucesión de pequeños robos, escapadas de casa y broncas continuas con mi padrastro, quien me odiaba a muerte. Fue entonces cuando se produjo el robo del banco de Blackstone, ya sabéis, mi ciudad natal. Ya digo que mi fama no era la de un angelito pero jamás se me hubiera ocurrido robar aquel banco, lo mío eran simples travesuras. Por lo visto, antes de cerrar la sucursal entró un tipo joven, casi un chaval, y encañonando al director y a un par de empleados, se llevó una cantidad insignificante de dinero. El director me acusó a mí, pero eso era imposible, pues aquella tarde la pasé en casa, mi madre tenía que hacer un par de visitas y me había pedido que me quedara echándole un vistazo a mi padrastro, que sufría una gripe. Cuando el sheriff y sus hombres llegaron a casa mi padrastro dijo que no me había visto en toda la tarde. Supongo que vería la oportunidad de su vida para quitarme de en medio; era un tipo respetado por la comunidad ¿quién iba a dudar de su palabra? ¿quién iba a pensar que quería deshacerse de su hijastro? Tenía muy buenas influencia, tenía pasta, el director del banco era buen amigo suyo. Encontraron el supuesto dinero robado debajo de mi colchón, seguramente la idea se le ocurrió al cabrón de mi padrastro, supongo que lo colocaría allí a lo largo del día. Si yo hubiera robado el banco no iba a ser tan capullo de esconder el dinero en mi propia cama ¿no creéis? Evidentemente mi padrastro no hizo nada por defenderme, todas las pruebas, falsas pruebas, me incriminaban. Así que acabé en aquel reformatorio. Aquel cabrón lo había conseguido, había conseguido matar dos pájaros de un tiro: me mantenía lejos de él y de sus posesiones y por fin, yo recibiría el escarmiento que según él estaba a gritos pidiendo. Con lo que no contaba era con que una fría y ventosa noche de marzo, logré fugarme del centro, y después de una semana de dar tumbos acabé enrolándome en las filas del ejército yanqui, por supuesto con nombre falso. En aquella época no eran muy escrupulosos revisando las solicitudes de alistamiento, hacía falta soldados, porque la guerra que se libraba se presuponía larga. La vida militar siempre me había atraído, y en ella encontré buenos camaradas y un desahogo para mi furia juvenil.

Johnyboy hizo una pequeña pausa. Paul lo contemplaba tumbado a su lado, el codo sobre la hierba, una mano apoyada en su mandíbula, la pierna derecha ligeramente flexionada. Aún quedaban gotas sobre la piel tenuemente tostada del joven. Red mantenía los ojos cerrados, atentos a las palabras que Johnyboy pronunciaba, intentando quitar de su mente la imagen del cuerpo desnudo de su joven jefe y sobre todo la imagen de aquella polla que sobresalía de una nube de vellos dorados, como un polluelo en su nido.

– No olvidaré aquella mañana de mayo, ni el griterío ensordecedor de la batalla, mezclado con el lamento de los que iban cayendo, antes de recibir un disparo que me hizo morder el polvo. Oía y sentía cómo muchos de mis compañeros pasaban junto a mí en una carrera desordenada de gritos y pasos, mientras una verdadera lluvia de plomo caía a mi alrededor; pensé que eran mis últimos momentos y empecé a acordarme de mi madre, allí, en su casa, en la lejana Georgia, ignorante del paradero de su hijo, ajena a mi suerte, y lamenté no haberme comunicado con ella en esos meses, fue lo único que lamenté, pero ya poco podía hacer más que encomendarme al cielo y pedir perdón por todas mis faltas, que al fin y al cabo no habían sido sino niñerías. Entonces, a punto estaba de cerrar los ojos, sintiendo cómo la vida se me escapaba, cuando noté a alguien junto a mí, pude ver su uniforme, el uniforme de la Unión. Tranquilo, muchacho, oí que me decía mientras me incorporaba y sostenía. Era el teniente Albert Anderssen, el oficial de mi sección, un tipo que desde el primer momento me había mostrado gran afecto. Oí cómo llamaba a unos enfermeros, cómo se desesperaba gritando, lo último que recuerdo fue mi intento de darle las gracias, creo que no pude, pues ya me desmayé.

De nuevo se hizo el silencio en aquel paraje. Paul seguía con su mirada fija en el joven Johnyboy, aunque ahora había cambiado la postura, permanecía boca abajo, como Red, quien continuaba con los ojos cerrados. Johnyboy se incorporó un poco, su vista se perdió en las aguas del arroyo que iban adquiriendo un tono rojizo con los últimos rayos de la tarde.

– Cuando por fin desperté, estaba en un hospital de campaña, apenas si me podía mover, me habían metido dos balas en el cuerpo: una en el hombro y otra, más peligrosa, cerca del vientre.

A Red no le hacía falta mirar, se sabía de memoria aquellas dos marcas que adornaban el cuerpo de Johnyboy, ¿quién de aquellos rudos hombres no tenía su cuerpo marcado?

– A partir de ahí, surgió una gran amistad entre el teniente Anderssen y yo– concluyó Johnyboy, con un brillo húmedo en sus ojos.

Pero la historia no terminaba ahí, ahí terminaba el relato que Johnyboy estaba dispuesto a contarle a sus hombres. Era el recuerdo de la historia completa la que trazaba una sombra de melancolía en el rostro del joven vaquero.

Después de sanar sus heridas le fue concedido un permiso, permiso que Johnyboy rechazó, pidiendo ser incorporado de nuevo a filas, no solo es que no tuviera a dónde ir, era un proscrito, sino que también deseaba permanecer en aquel sitio, junto a aquel oficial que le había salvado la vida y en aquel ambiente en que había encontrado el afecto que necesitaba, sobre todo en las visitas que casi diario le hacía el teniente Anderssen. Este había visto en el joven una fortaleza y determinación impropias de su edad y también la posibilidad de olvidar una antigua historia que le había dejado confuso y dolido, una historia que no conocía el joven Johnyboy pero que tendría funestas consecuencias.

Así que en vista del arrojo y las ganas que demostró el joven soldado, el teniente lo nombró su asistente personal. Pasaban prácticamente todo el tiempo juntos, y Johnyboy no sabía cómo agradecerle el favor de haberle salvado la vida. No tenía nada que ofrecer, quizás fue por eso por lo que una noche, mientras los demás descansaban en sus respectivas tiendas, Johnyboy le contó al teniente su pasado. Por ser asistente del teniente, Johnyboy tenía el deber de dormir en la misma tienda que el oficial, cosa que no le molestaba en absoluto , al contrario, lo consideraba un honor. La tenue luz de un quinqué iluminaba la tienda y quizás fuera esa penumbra o quizás la confianza que se había establecido entre ellos por lo que el joven soldado le contó al teniente Anderssen toda su historia; el teniente, recostado en su catre, seguía atentamente las explicaciones del muchacho. Al llegar Johnyboy al episodio en que creyó morir, y al evocar, por primera vez ante alguien, el recuerdo de su madre y el sufrimiento que su actitud rebelde le había provocado, se le quebró la voz al joven asistente, emoción que también estaba íntimamente ligada a la aparición salvadora del teniente Anderssen. Johnyboy intentó continuar pero un nudo en la garganta se lo impedía al mismo tiempo que a sus ojos subían algunas lágrimas; se maldijo interiormente por ser tan crío, así pensó, y temiendo su propia vergüenza hundió la cara en la almohada de su catre. Era una noche de finales de septiembre y el calor se dejaba sentir aún; con el rostro oculto en la almohada Johnyboy no podía dejar de llorar en una mezcla de vergüenza y desahogo. Lo que tampoco podía esperar es que el teniente se hubiera levantado de su camastro y ahora estuviera sentado en el borde del suyo, acariciando suavemente sus desordenados cabellos claros. Aquel gesto le hizo estremecerse más, pues no estaba acostumbrado a aquellas muestras de afecto, como tampoco a sentir sobre su hombro los suaves labios del teniente, quien con gran dulzura besaba y lamía la cicatriz de la herida. Sí, eran los labios del teniente, sí, era la lengua del teniente la que trazaba pequeños círculos entorno a aquella marca, y eran las manos del teniente las que le acariciaban la espalda, las que se dejaban caer por su costado, las que se acercaban a aquella zona donde Jonhyboy ya sentía un cosquilleo desconocido, sí, eran aquellas manos que él tantas veces había visto, las mismas manos que le habían sacado de las garras de la muerte, las que ahora se perdían entre la tela de sus calzones y se detenían en el centro mismo de donde surgía aquel cosquilleo.

– Ya pasó.

Oyó como en un susurro la voz recia del teniente junto a su oreja, mientras los labios del oficial se perdían por su cuello, por su hombro de nuevo, y de nuevo subían hacia su oído. Fue entonces cuando Jonhyboy no pudo resistirse más, giró la cabeza en busca de aquellos labios y se los ofreció al teniente, quien empezó a besarlos con una mezcla de determinación y dulzura, mientras su mano agarraba ahora la dura polla del joven, tan pronta en su respuesta a los movimientos del teniente Anderssen, cuyo torso cálido se frotaba contra la suave espalda del asistente. Sí, aquella era su entrega, la entrega de Johnyboy, su agradecimiento, así que abrió las piernas y alzó instintivamente la cadera esperando con ansia que aquella desazón que sentía terminara de una vez. Nunca antes había sentido nada igual por nadie, nunca antes había sentido la necesidad de que alguien lo poseyera, tan libre e indómito como era. Pero ahora lo único que quería era el abandono, el abandono absoluto en aquel cuerpo que férreamente se apretaba contra el suyo, aquel cuerpo que no dejaba de frotarse contra el suyo, del que ya intuía una avanzada dura y firme que buscaba un resquicio en su carne dispuesta. Por eso su grito de alegría, tan distinta a la congoja que hacía un momento acababa de sentir, cuando notó cómo la carne caliente del teniente entraba dentro de él, cómo aquellos movimientos acompasados, lo iban enervando cada vez más, en una especie de arrebato sin fin, cómo se abandonaba a los movimientos del oficial, quien lo cabalgaba y domaba como al caballo joven que era, cómo al sentir aquel líquido que le impregnaba las entrañas, no pudo más que dejarse llevar por aquel precipicio que hacía que él mismo se vaciara sobre las ásperas sábanas de su catre.

Recordando para sí aquel primer momento, ahora, en la luz crepuscular de la tarde, Johnyboy sintió de nuevo la excitación de entonces, por eso se giró y se tumbó boca abajo, en la misma postura de sus otros dos compañeros, Red a su izquierda, los ojos cerrados, la mente perdida en busca de la imagen de un Johnyboy casi adolescente, y Paul que, aparentado tener también los ojos cerrados, había sido testigo de cómo la polla de su joven jefe había ido adquiriendo un tamaño y un movimiento curiosos durante aquel breve silencio, y que no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad que se le ofrecía.

(Continuará)

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