domingo, 28 de julio de 2013

Galiza

silencio

Era cruzar la belleza de los paisajes, detener la mirada en el horizonte que dibuja los valles, surcar desde la ventanilla las paredes de la montaña. Pasar por una tierra que va dejando atrás la sombra de los rascacielos, la huella del sol, y va cogiendo color hasta hacerse allá por el norte verde y húmeda, en su desembocadura. 

Pero de pronto el destino llegó antes de tiempo, nada ocurre como tendría que ser cuando ocurre lo peor. Nada sería ya igual a partir de ese instante, esa curva que dividía como un presagio oscuro la luz y el silencio. A esa hora muy cerca alguien les esperaba en la estación imaginando los abrazos, las palabras de bienvenida, ojeando impacientes el reloj, caminando por el andén, mientras recordaban la última vez, mientras pensaban en lo que podrían hacer y el lo que tenían todavía que decir. En esas calles que volverían a recorrer juntos, en contarles la última hazaña de su nieto, tan alto, tan guapo, o en confesar una duda, un nuevo amor, un secreto, no sabían que ya en ese momento la vida había cambiado para siempre. 

Y en otro lugar envuelto en una lengua de gigante de fuego, los vecinos salían corriendo de sus casas para atender a unos desconocidos. Sus manos, su corazón, su aliento, para recogerlos sobre sus hombros o inclinarse ante sus cuerpos y calmar sus heridas, su dolor. Para acariciar esos rostros desconocidos, arroparles con las mantas y hablarles con ternura sin descanso e intentar que ese susurro de voz fuera el oxigeno que mantendría su consciencia y su esperanza. Hombres y mujeres derribando muros, rompiendo vallas, luchando por el sueño imposible y desesperado de parar los golpes de un tren que no cumplió su promesa e hizo de este viaje el viaje que jamás tendría que haber sido. 

Que tristeza, que inmensa tristeza, quede en la memoria de todos de los que compartieron aquella sonrisa, aquel beso, y quede en nosotros la intención de que nada absolutamente nada nos llevará al olvido.

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