Estado de delirio
ANTONIO MUÑOZ MOLINA , El País 27/01/2007
La
política española resulta tan difícil de explicar al extranjero porque está toda
entera contaminada de delirios, algunos de ellos tan difundidos, tan arraigados,
que casi todo el mundo ya los confunde con la realidad. El delirio ha sustituido
a la racionalidad o al sentido común en casi todos los discursos políticos, y
los personajes públicos atrapados en él lo difunden entre la ciudadanía y se
alimentan a su vez de los delirios verbales y escritos de unos medios
informativos que en vez de informar alientan una incesante palabrería opinativa.
La actualidad no trata de las cosas que ocurren, sino de las palabras que dicen
los políticos, de los cuales no se conoce apenas otra cosa que sus exabruptos
verbales. En ningún país que yo conozca los titulares están tan hechos casi
exclusivamente de declaraciones entrecomilladas. El que llega de fuera se ve
asaltado, nada más subir al taxi en el aeropuerto, por un zumbido perpetuo de
opinadores que someten a escrutinio las declaraciones y contradeclaraciones
previamente enunciadas por los charlistas de la política. Da la sensación de
haber entrado en un bar de barra pringosa en el que el humo de la palabrería
fuera más denso que el del tabaco, y en el que un número considerable de
afirmaciones tajantes parece dictado por la ofuscación de una copa matinal de
coñac.
El delirio contamina todos los saberes y con frecuencia termina
por sustituirlos del todo. Hay una geografía delirante, que se manifiesta, por
ejemplo, en los textos escolares y en los mapas de las noticias sobre el tiempo,
y en virtud de la cual cada comunidad autónoma es una isla rodeada de un gran
espacio en blanco y sin nombre o se dilata para abarcar territorios soñados.
Casi cualquier delirio es un delirio de grandeza. El País Vasco abarca en los
mapas Navarra y una parte de Francia: Cataluña se extiende hacia el norte y a lo
largo del Levante y por las islas del Mediterráneo, en un ejercicio de
megalomanía geográfica que se parece bastante al de los reinos que don Quijote
imaginaba que conquistaría con su bravura de caballero andante. Galicia se
agranda por las anchuras atlánticas de la lusofonía y por los confines de niebla
de los reinos celtas. Y no quiero pensar qué ocurrirá cuando los cerebros
políticos de mi tierra natal descubran por azar algún libro en el que se muestre
que hubo una época en la que el territorio de Al-Andalus cubrió casi entera la
península Ibérica y una parte del norte de África.
La geografía
fantástica se corresponde con el delirio lingüístico: en esos mundos virtuales
el español es un idioma molesto y residual que sólo hablan guardias civiles,
emigrantes y criadas, y que por lo tanto no merece más de dos horas de enseñanza
semanal en las escuelas, aparte de comentarios despectivos sobre su rusticidad y
su patético provincianismo. Al fin y al cabo sólo se habla en tres continentes.
Cuando no hay modo de prescindir de este idioma al parecer extranjero que sin
embargo es el único de verdad común de toda la ciudadanía, se le desfigura en lo
posible con una ortografía delirante, que debe de ser un enigma para la inmensa
mayoría de los cientos de millones de hablantes que lo tienen como propio. Y
cuando los jerarcas de tales patrias viajan por el mundo se convencen a sí
mismos en su delirio de que hablan inglés, para no rebajarse a la indignidad de
hablar español: pero con raras excepciones hablan inglés tan mal y con un acento
español tan inconfundible que sólo los entienden los españoles diseminados entre
el público, que constituyen, por otra parte, la mayoría de éste. Los dignatarios
-da igual el partido o el territorio al que pertenezcan- cultivan un delirio
grandioso de política internacional, y viajan por el mundo con séquitos más
propios de sátrapas que de gobernantes democráticos, con jefes de prensa y de
protocolo, con asesores, con periodistas, con fotógrafo de corte y cámaras de
televisión, incluso con pensadores áulicos, en algún caso muy selecto. Se alojan
en los mejores hoteles y gastan el dinero público con una magnanimidad de jeques
petrolíferos. Viajan con el pasaporte de un país cuya existencia niegan y
utilizan los servicios diplomáticos y consulares de un Estado al que no se
consideran vinculados por ninguna obligación de lealtad, y aseguran que el
motivo de tales viajes es la promoción internacional de sus respectivas patrias,
provincias, principados, o reinos: obtienen, es verdad, una gran cobertura
mediática, si bien no en los periódicos del país que han visitado, sino en los
de la comunidad o comarca de origen, en la que todo el mundo parece aceptar sin
sospecha el delirio de los resultados provechosos del viaje, así como la
cuantiosa inversión necesaria para que sus excelencias celebren en Nueva York o
en Melbourne una mariscada suculenta de la que habrían disfrutado lo mismo sin
marcharse tan lejos, o hagan unas declaraciones a la televisión autonómica o al
diario local a seis mil kilómetros de distancia.
El delirio afecta lo
mismo al pasado que al presente, por no hablar del porvenir. Jovenzuelos
malcriados que disfrutan de uno de los niveles de vida más altos del mundo se
adornan de un corte de pelo carcelario y de un pañuelo palestino y se imaginan
que participan en una intifada o en un motín kurdo o irlandés quemando los
cajeros automáticos de sus opulentas instituciones
bancarias y los autobuses
de un servicio municipal de transportes lujosamente subvencionado, sin correr
más peligro que el de un siempre desagradable enfriamiento después de la carrera
delante de los paternales policías. En la escuela les han enseñado geografía
fantástica y una historia mitológica inspirada en folletines truculentos del
siglo XIX. Los tebeos de Astérix y las columnas de astrología de las revistas
del corazón son más rigurosos que la mayor parte de sus libros de texto, pero
tienen efectos menos tóxicos sobre las conciencias.
El delirio no sólo
determina las historias que se cuentan en la escuela. Una editorial de prestigio
le encarga a un escritor un libro sobre la caída de Barcelona al final de la
guerra. Al escritor no le cuesta confirmar lo que sabe o sabía todo el mundo:
que las tropas de Franco fueron recibidas en Barcelona por una muchedumbre
entusiasta -ya observó Napoleón que en cualquier gran ciudad hay siempre cien
mil personas dispuestas a vitorear a quien sea- y que en el ejército vencedor y
entre la nueva clase dirigente había un número considerable de catalanes. Al
escritor le dicen que el libro no puede publicarse, sin embargo: no porque
cuente mentiras, sino porque las verdades que cuenta no se ajustan al delirio
oficial sobre el pasado, según el cual la Guerra Civil española fue una guerra
de España contra Cataluña, y ningún catalán fue cómplice de los zafios
invasores, igual que ningún vasco llevó la boina roja de los requetés en el
ejército de Franco.
El delirio niega la realidad pero puede tener efectos
devastadores sobre ella. En España no queda nadie o casi nadie que simpatice de
verdad con el fascismo o con el comunismo, y sin embargo se oye con frecuencia
creciente que al adversario se le califica de facha o de rojo, con una
insensatez verbal que hiela la sangre, y que revela una voluntad de ruptura de
la concordia civil copiada de lo peor de los años treinta. Cuando a uno lo
pueden llamar rojo por creer que el atentado del 11 de marzo lo cometieron
terroristas islámicos o fascista por no eludir siempre la palabra "España" o
defender la Constitución de 1978 está claro que el debate político ha caído en
un extremo irreparable de delirio.
Por culpa del delirio de José María
Aznar nos vimos involucrados en una guerra de Irak que ya era en sí misma otro
delirio y en la que no contábamos militarmente para nada, pero que enconó el
clima político del país y nos hizo más vulnerables a la amenaza del terrorismo
integrista. Poseído por un delirio en el que ya vería a sí mismo coronado por
los laureles de la Paz, esa bella palabra, el actual presidente no consideró
oportuno prestar atención a los muchos indicios que venían avisando de que su
negociación con los pistoleros y con los socios y beneficiarios de éstos no iba
por buen camino. Tratar con gánsteres puede ser a veces tristemente necesario,
pero conlleva el peligro de que los gánsteres tomen por blandura la benevolencia
cautelosa del interlocutor y al menor contratiempo vuelquen la mesa de póquer y
se líen a tiros. Que los servicios secretos no hubieran advertido lo que se
aproximaba no tiene mucho de extraño, ya que tales servicios, casi en cualquier
parte del mundo, se caracterizan por no enterarse de nada, contra lo que sugiere
una extendida superstición literaria y cinematográfica: lo asombroso es que
nadie en el entorno presidencial leyera los periódicos. La insolencia creciente
de las hordas vándalas del norte, las cartas de chantaje y amenaza, los robos de
pistolas y de explosivos, el descaro con que los terroristas presos amenazaban
de muerte a los magistrados que los juzgaban (ante el apocado retraimiento, por
cierto, de los policías encargados de reducirlos, quizás temerosos de
provocarles una luxación si les ponían las esposas desconsideradamente): es
increíble la cantidad de cosas que uno puede no ver cuando se empeña en cerrar
los ojos.
También es llamativa la complacencia con que tantas personas de
izquierda han resuelto en los últimos años abolir toda actitud que no sea de
inquebrantable adhesión al Gobierno. He leído textos conmovidos sobre la
felicidad de estar "al lado de mi presidente", y escuché hace poco en la radio a
un entusiasta que llevaba su fervor hasta un extremo de marcialidad, asegurando
que él, en estas circunstancias, se ponía "detrás de nuestro capitán, en primer
tiempo de saludo", tal vez no el tipo de incondicionalidad más adecuado para el
primer ministro de una democracia. Quizás uno, como va cumpliendo años
-enfermedad política que denunciaba hace poco en estas mismas páginas Suso de
Toro, a quien cabe suponer venturosamente libre de ella- conserva el recuerdo de
otra época en la que las personas de izquierdas podíamos ser muy críticas y
hasta en ocasiones hostiles hacia otro gobierno socialista, o por lo menos no
incondicionales hasta la genuflexión, hasta las lágrimas. No digo que no haya
motivos para oponerse a una deplorable Oposición, avinagrada y sombría, que no
parece capaz de desprenderse de su propio delirio de conspiraciones, y en la que
todo el talento de sus dirigentes da la impresión de estar puesto al servicio,
sin duda generoso, de favorecer a sus adversarios. Lo que me sorprende es este
nuevo concepto de la rebeldía y de disidencia, que consiste en rebelarse contra
los que no están en el poder y en disentir de casi todo salvo de las doctrinas y
las directrices oficiales. El delirio perfecto, sin duda: disfrutar de todas las
ventajas de lo establecido imaginando confortablemente que uno vuelve a vivir en
una rejuvenecedora rebeldía, inconformista y a la vez enchufado, obsequioso con
el que manda y sin remordimientos de conciencia, gritando las viejas y queridas
consignas, como si el tiempo no hubiera pasado, en la zona VIP de las
manifestaciones, enaltecido a estas alturas de la edad por una cápsula de Viagra
ideológica.
Antonio Muñoz Molina, escritor.
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